20/9/11

Maggie



Marlenne se preguntaba todos los días dónde estaría Maggie. Hacía tanto tiempo que no le mandaba una postal… la última vez que supo de ella, iba en un trasatlántico con destino a los océanos de sopa del Polo Norte. Según ella, eran los únicos de todo el mundo con forma de estrellitas…
Quizá ahora estuviese en la Torre Eiffel de cartón, observando cómo los franceses se dibujaban corazones en los labios con ese fuerte color del algodón de azúcar, ¡o mejor! En el London Eye de tiza, creando espirales interminables con su portaminas color púrpura (su preferido).
Envidiaba tanto a Maggie, era tan especial… ¡y la adoraban tanto en aquel mundo de papel! en aquellos pueblos del Sur, donde todos cubrían su cara de hollín, solían contar que era capaz de hacer reír a los tristes; y en aquellos pueblos del Norte, donde las chicas más jóvenes pellizcaban sus mejillas para que flotaran mariposas, decían que a su paso avivaban las flores.
Y Marlenne se sentía tan pequeña en su mundo de cartulinas y lápices de colores, que de tanto en tanto cogía su cera preferida y se pintaba la mayor sonrisa que podía para intentar parecerse a ella, cogía sus ropas más coloridas y bailaba, horas y horas, horas y horas hasta que aparecía Luna…
Maldita sea, ¡la odiaba tanto!, pero ¡tanto la quería!
Y en uno de estos días grises, mientras en el mundo exterior todos estaban felices, Marlenne pensó que quizá Maggie fuese esa parte perdida de sí misma…
Maggie en el aire anaranjado de las dos de la tarde, Maggie en el incansable cantar de las rosas, Maggie en los dispares copos de nieve, Maggie en el olor del croasán al amanecer, Maggie en todas partes y Maggie para siempre…

Naty Finkelstein.

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